El Amor, esa parte que busca su contrario para volverse uno
y evolucionar, se la representa con un desfase humano, transcurriendo en los
cuerpos de Craig (el titiritero) y Emily (la hija de Maxine y Lotte). Solemos
definir al amor, como una prueba que debe concluirse, en el transcurso de
nuestra vida de individuo. La vida es individual, y este amor incompleto tendrá
su correspondencia con otro ser, que lo pueda igualar en nivel de consciencia.
Pero este deseo de perfección espiritual, encarnado por Craig pero que no
seducía a Maxine en ese momento, deja de estar en Craig y se manifiesta
aprisionada en la consciencia infantil de Emily. Este amor, con una posible
correspondencia en el mundo exterior, que haría prosperar un curioso “Complejo de Edipo-Electra”
entre Hija y Madre, seguirá buscando a Maxine, hasta que ella ceda, o hasta que
“espere que Craig mejore su nivel de libertad”. El amor no correspondido se ha
vuelto otro pacto social, elegido por una parte que no desea actualmente su
contrario. Esta película reta a la creencia subconsciente imperante (o a nuestra
local amiga “cuerpo y alma”) de la reencarnación unidireccional y ordenada, a
que nuestros deseos, contenidos en el estado intermedio que nos tocó, puedan no
sólo durar en esta vida “breve” que estamos habitando, sino que podrán quedar
inconclusos y seguirán deseando su objeto, en un nuevo cuerpo reencarnado. El
deseo ya no es la persona, sino que el deseo, o el amor, esa escurridiza amiga
que nos ayuda a explicar mejor nuestros impulsos en la mentalizada
exterioridad, ocupará dos, tres, o los individuos que sean necesarios, para
alcanzar el misterio de ese otro Ser, que contiene la otra parte de nuestro
secreto, y que por más y más intentos y perfeccionamientos que vivamos aquí, ella
(Maxine) sólo aguantará, traspasando la responsabilidad a su contrario, de que
se mueva y se perfeccione, aunque hijas se enamoren de sus madres, por ejemplo.

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